Mujer, palabra sagrada

Valga el interés carnal porque es fuente de vida, pero lo bello de las flores no consiste únicamente en los encantos que la adornan; ellas necesitan también que las cuidemos con esmero y deleite, y enfadarnos cuando alguien quiera dañarlas en cualquier forma porque sería como hacer marchitar la flor.

No debe aceptarse con indiferencia la afrenta a la belleza, el arte verdadero, la música eterna, como tampoco al que ofenda a una mujer o la maltrate, mucho menos cuando es para desahogar la ira causada por ajenos.

Se dice frecuentemente, y reconozco, que es con la mejor intención, que ellas y nosotros somos iguales. Claro, si se trata de derechos lo aplaudo; pero no debemos confundirnos: la mujer es delicadeza, finura, sus manos pueden ser de terciopelo pero son capaces de bregar en la tierra, en la cocina y hasta empuñar un arma para defender la patria.

Esas mismas manos las sueño todos los días al recordar cómo aquella viejecita maravillosa me acariciaba la cabeza, intentando aliviar mis penas, y yo sentía un placer infinito que no logro describir, no tanto porque no pueda sino, sencillamente, porque es imposible; o cuando era joven y hermosa se acostaba a mi lado sin dormir para vigilar la empecinada fiebre de su niño.

Uno piensa y piensa, y de tanto pensar en aquella sociedad oscura que me tocó vivir siente una mezcla de ira y dolor profundo. Ellas no eran flores, eran, simplemente cosas; la sociedad envilecida por la rutina cruel las consideraban únicamente para que brindara placer sexual, atendieran los quehaceres del hogar, callaran cuando el marido hablaba delante de otros, algunas pocas que ganaban un mísero salario fuera del hogar eran calificadas como prostitutas o, en el mejor de los casos, “mujeres de la calle”; las había esclavas de un proxeneta o, como se decía antes, un chulo.

Se llegaba al colmo de considerarlas simples propiedades como un mueble, un auto o cualquier otra cosa. Cuando se casaban perdían el segundo apellido, ya no eran, por ejemplo, María Rodríguez Fernández, sino María Rodríguez “de González”, es decir, una propiedad de tal señor.

Un caso tan curioso como ridículo era el de la esposa del dictador hasta el año 1959 en Cuba, Fulgencio Batista porque se nombraba siempre como Marta Fernández de Batista, pero se le endilgaba aquello de “primera dama de la república”. El Día de Reyes repartía juguetes a los niños pobres, la prensa siempre estaba presente, en el parque central de La Habana, en vez de trabajar para que no existieran niños pobres; era todo un espectáculo de filantropía barata, sucia e insultante.

Maltratar a una mujer es algo que denigra al victimario cuando incluye en sus acciones el maltrato físico, es algo que nos parece irrealidad por tal violencia ciega. Ya el propio Martí afirmaba que “Ninguna pluma que se inspire en el bien, puede pintar en todo su horror el frenesí del mal”. Si aplicamos su pensamiento al tema que nos ocupa, comprobamos su certeza; por eso es que resulta prácticamente imposible calificar a quien se atreva a pisotear la flor, o mejor decir la vida misma.

Es un mal que, desgraciadamente, padece el mundo y viene desde una lejana historia. En mi propia Cuba aún persisten señales de este horror, a pesar de sentirnos orgullosos de todo lo que se ha logrado.

En la isla rebelde ya la mujer no tiene dueño, sea obrera negra, blanca o mestiza, científica de alta calificación, presente en cualquier nivel de dirección política o administrativa, haciéndose sentir con fulgores propios en el arte verdadero y en cualquiera de sus manifestaciones. Pero sobre todo, porque se le respeta y admira.

Debemos, no obstante, llegar a la cúspide. Al verla pasar hermosa y altiva no pretendamos elogiarla con frases que insulten su dignidad de mujer. Y cuando lleguemos a la casa le das un cariñoso beso en su mejilla; al hacerlo piensa en aquel otro pensamiento del Maestro que rebosa ternura y amor del bueno: “Tú sola, solo tú, sabes el modo de reducir al universo a un beso”.

Gracias mujer por serlo.

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