Educar es hacer Patria

Cuba, nuestro país, ha sido dichoso gracias a la hermosa simbiosis entre educación e independencia. Mucho antes del comienzo de la Revolución Cubana – la única que va de 1868 a 1959 – nuestros preclaros pensadores razonaron sobre la necesidad de la enseñanza como arma primera y esencial para la formación del ideal patriótico. Hombres de la talla del Padre Félix Varela, José Agustín Caballero y su sobrino José de la Luz y Caballero, figuraron entre aquellos hombres que en las aulas difundieron el saber filosófico, la ciencia y las artes, y así fueron forjadores de generaciones.

En la segunda mitad del siglo XIX contamos con Manuel María de Mendive, maestro y padre espiritual del Apóstol de nuestra Independencia, quien junto con la luz del saber prendió en él la otra luz que maduró su esencia de cubano amante de la libertad. Por aquellos mismos años, durante la adolescencia de Martí, un cubano ejemplar lo dio todo por Cuba, y los últimos momentos de su existencia transcurrieron para él como maestro, enseñando a leer a niñas y niños campesinos del oriental rinconcito de San Lorenzo. Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, fue maestro en la formación de la conciencia patriótica de su tiempo, como de los más pequeños y humildes que gracias a él conocieron las primeras letras.

En su exilio por tierras de Nuestra América, Martí impartió clases; en Guatemala vibró su portento de pedagogo y luego, durante la preparación de la Guerra Necesaria pronunció una y otra vez su aleccionador mensaje de convicción patriótica. Martí hizo Patria al educar tanto como en la prédica de las razones de Cuba; hasta que en Dos Ríos impartió su más magistral y ejemplarizante lección de entrega a la causa de la libertad de Cuba.

Durante aquellas primeras y convulsas primeras décadas del siglo XX, en los años de la seudorrepública, hubo cubanos brillantes que hicieron de la enseñanza arma de combate paralela a su lucha antimperialista. Recordemos a Julio Antonio Mella, inspirador de la Universidad Popular José Martí. Posteriormente, en la recta final de nuestra lucha nacional liberadora, jóvenes valerosos como Frank País García eran también maestros de profesión.

Luego del triunfo de 1959 una de los grandes propósitos de la Revolución fue la Campaña de Alfabetización; fue aquella una meta forjada por Fidel, nuestro líder eterno, y gracias a ella todos los cubanos y cubanas aprendieron a leer y escribir, abriéndose así horizontes para la continuación de estudios medios y superiores. Aquellas jornadas de gloria se bañaron con la sangre generosa de educadores como Conrado Benítez y Manuel Ascunce, pero al fin vencimos.

En aquellos años, con su sabiduría característica Fidel aseveró: “no te decimos cree, te decimos lee”. Fue tal máxima de nuestro invicto Fidel una de las más elevadas y respetuosas reverencias a la condición humana.

Gracias a las decenas de miles de cubanas y cubanos que han hecho de la enseñanza en las aulas su profesión, hoy contamos con un ejército de médicos, estomatólogos, ingenieros, arquitectos y técnicos, profesionales y obreros calificados todos de probada capacidad y provistos de un caudal ético que les permite cumplir su misión edificante y en cualquier rincón de Cuba o del mundo, donde se les llame.

Maestras y maestros anónimos, esos que todos los días vemos, a veces sin conocer, desde las tatas de los círculos infantiles cuya ternura maternal desbordan en los retoños de la Patria, hasta catedráticos de nuestros centros de altos estudios. 

¡Qué dichosos somos! Nuestros educadores al tiempo que enseñan, forman; son evangelios vivos en el buen decir de José de la Luz y Caballero. Son frutos del amor, la responsabilidad y los principios éticos que solo una Revolución como la nuestra es capaz de procrear. 

A nuestros educadores la felicitación más afectuosa en su día, y proclamemos con Martí que “La enseñanza, – ¿quién no lo sabe? – es ante todo una obra de infinito amor”. (*) 

(*) José Martí. La Nación, Buenos Aires, 14 de noviembre de 1886

Autor