El egoísmo es el mal del mundo

Por egoísmo han sido las guerras, declaradas o no, que han llevado a cabo grandes potencias para apoderase de recursos naturales, ocupar territorios ajenos, y un sinfín de desmanes causantes de incontables sufrimientos a esta humanidad. Pero nada puede compararse –en la cúspide de la maldad- al incalificable padecer de millones de niños y niñas víctimas de una crueldad inaudita que muchos se resisten a creer y, sin embargo, es tan cierta como el sol radiante.

Por egoísmo grandes empresas del mundo rico someten a infantes a trabajo esclavo a cambio de unas simples monedas, y así ahorrar salario; por egoísmo son enviados a las guerras tal si fueran soldados, y también utilizados por grupos terroristas; millones viven en la pobreza extrema y, lógicamente, como consecuencia de ello mueren por enfermedades evitables; y no conocen, ni si quiera qué es una escuela. Y también por egoísmo sucede lo que ha informado la UNICEF.

Vea: “la prostitución y la pornografía infantiles, los llamados niños de la calle y el tráfico de órganos extraídos a menores de edad, engañados o secuestrados y luego asesinados, rebasa con creces las peores y más espeluznantes experiencias”.

Pero detengámonos en este último ejemplo: un “buen” señor millonario necesita que a su hijito le trasplanten un órgano; lo solicita a un macabro Instituto que lo obtiene a través de una siniestra banda de delincuentes dedicada a robar niños o niñas en países subdesarrollados, llevarlos al país rico, y entregarlos al Instituto que posee hasta personalidad jurídica, y despojarlos del órgano que necesita para, finalmente, asesinar a la infeliz criatura. Es decir, aquel señor acaudalado puede comprar un órgano de un infante tal si fuera un auto de lujo. Y lo que es peor: a costa de otra criatura que, se suponía, merecía vivir con dignidad y decoro, aunque no necesariamente en el lujo venenoso.

Y concluyendo estas pobres líneas, casi sin darme cuenta, acude a mí esa maravillosa obra –Los Dos Príncipes- que aparece en la Edad de Oro de nuestro Apóstol. Escribo aquí sólo dos pequeños fragmentos: del niño rico dice:

“…Todo el mundo fue al entierro, Con coronas de laurel: -¡El hijo del rey se ha muerto! ¡Se le ha muerto al hijo al rey! Y del niño pobre dice: …El pastor coge llorando la pala y el azadón: abre en la tierra una fosa, echa en la fosa una flor: ¡Se quedó el pastor sin hijo! ¡Murió el hijo del pastor!

Me parece comprender al héroe nacional cuando establece la abismal diferencia entre el hijo del rey y el del pastor. La muerte de un niño es como si se apagara de súbito el sol, o como si fenecieran millones de rosas en un solo segundo sin posibilidad de florecer nuevamente.

Y las preguntas vuelven a herirnos la mente una y otra vez; ¿por qué, por qué los niños de los que he hablado deben morir de tal modo? ¿Es que el del pastor debió morir cuando solo se había asomado a la vida? ¿Existe alguna justificación para tanta afrenta a la dignidad humana? La muerte de un niño, sea pobre o rico, lacera profundamente, pero lo que no es posible entender es que un millonario compre la vida de otro hijo de otro papá que tuvo la desgracia de ser pobre por culpa de aquel, además.

Acabar con la vida de aquellos que son la esperanza del mundo y nos endulzan la vida hasta con una sencilla sonrisa, es algo así como querer vivir en la oscuridad para siempre. No hay alternativa posible: detenemos la barbarie y el egoísmo o nos reducimos a buey manso. No aceptemos esta última variante. Es preferible morir en el intento por lograr un mundo sin egoísmos.

 

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