Ignacio Agramonte y Loynaz: Sol que ilumina y convida

El corre corre de la servidumbre, atendiendo presurosamente los reclamos de la comadrona, anunciaba al mundo el nacimiento del primogénito de Don Ignacio Agramonte Sánchez  Pereira y Doña María Filomena Loynaz y Caballero, exponentes de una de las proles de recio abolengo en el ámbito principeño.

Orgullosos de su criatura, Don Ignacio y Doña María no dudaron en inscribirlo con un nombre que encierra en sí el color de la gloria: Ignacio Agramonte y Loynaz.

Asombraban a familiares, amigos, conocidos y vecinos de la comarca, la decencia y la vivacidad del vástago de los Agramonte y Loynaz, sobre todo su alto sentido de la justicia, pues creció en un ambiente familiar signado de amor y rectitud.

El ejemplo de sus padres, quienes prodigaban respeto a sus esclavos, sin llegar nunca a maltratarlos o humillarlos, contribuyó a su maduración como ser humano excepcional y combatiente sin tacha.

Ya joven, Ignacio sobresalía por sus atractivos físicos  y refinada cultura. Era de esperar la admiración que despertaría entre sus congéneres, pues había realizado sus primeros estudios con el profesor español Gabriel Román Cermeño, y asistió luego a las conferencias de carácter didáctico, latín, griego, historia, literatura antigua, que dictó el pedagogo italiano Giuseppe Caruta en la Sociedad Filarmónica.

Tras haber adquirido conocimientos superiores durante cinco años en España, regresa a Cuba en 1857 y de inmediato ingresó en la Real Universidad de La Habana, donde recibió el 11 de junio de 1865 el título y la investidura de Licenciado en Derecho Civil y Canónico, permaneciendo dos años más hasta lograr el doctorado el 24 de febrero de 1867, en que efectuó su último examen.

En pleno año 1868, Ignacio regresa a su ciudad natal. Dotado de una sólida formación revolucionaria, comenzó a trabajar con los conspiradores de Puerto Príncipe vinculándose a la logia «Tínima», organización masónica donde se desarrollaban actividades separatistas tratando, de burlar la vigilancia de las autoridades españolas.

El «diamante con alma de beso» sedujo a Amalia Simoni Argilagos, muchacha culta y distinguida, que no vaciló en renunciar a los placeres de una vida cómoda para apoyar a su amado héroe.

El pensamiento y la acción se vistieron de largo con la impronta de Ignacio Agramonte; nunca antes un bayardo como él había logrado reunir en sí tantas virtudes como dirigente político y brillante estratega militar.

El estallido que envolvió a la Isla para apartarse del yugo colonial, catapultó a la cima de la historia a quien fue merecedor del sobrenombre de El Mayor, una rara mezcla de virilidad, ternura, bravura y fineza, que solo la leyenda ha sabido guardar en el panteón de los hombres gloriosos e irrepetibles.

El 11 de mayo de 1868 el campo de las mil batallas, la manigua sedienta de libertad llaman a El Mayor para que los salvara de la opresión.

La Patria lloró el instante en que una bala cobarde arranca la vida de su hijo, que como describiera José Martí «cae ensangrentado en el suelo de Jimagüayú y cuyos supremos esfuerzos habían revivido el cadáver de la Revolución, y que ya en aquellos momentos amenazaba de muy cerca el poder de la tiranía un tanto abatida bajo sus fieros golpes…».

Aún se siente un raro fulgor en el horizonte, cuando de pronto aparece un corcel y montado en él, un bello soldado, para llevarnos de la mano por la senda libertaria. Y ese jinete, llamado Ignacio Agramonte, o simplemente El Mayor, hoy nos guía con la misma fuerza del Sol que nos ilumina y convida.

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