Alberto Luberta : Arquitecto del edificio de Alegrías

“Simplemente se me presentó un empleo: estaba esperando para empezar el bachillerato y me dicen que hacían falta copistas en la CMQ de Monte y Prado. Yo era mecanógrafo desde los 10 años y era muy rápido. Entonces fui, me presenté a trabajar, porque éramos muchos hermanos y mi papá no tenía puesto fijo.

“No se me olvidará nunca que el día que llegué estaban inaugurando Radio Reloj, era el 1ro. de julio de 1947. En estos tiempos los muchachos llegan al techo con 16 años, pero cuando aquello yo pesaba 99 libras. Me estaba esperando allí Iris Dávila y cuando me vio dijo: ‘¡Pero tú eres un niño!’. Imagínate… Me pusieron a prueba hasta que cumpliera los 16 y a partir del 1ro. de septiembre me dejaron fijo.”

¿Cómo influyeron estos primeros contactos con la radio en el desarrollo de su posterior profesión como guionista del medio?

Como copista empecé a conocer lo que era la radio. Me pasaban por las manos los mejores escritores de aquellos tiempos: Félix Pita Rodríguez, Mercedes Antón, Armando Couto y otros muchos. Yo dominaba en alguna medida la técnica radial, porque copiaba de diez a doce libretos todos los días de diferentes autores. Y empecé a enamorarme de la radio, fíjate si es así que yo no he hecho nada más en mi vida que trabajar en la radio.

Había un programa que se llamaba El alma de las cosas, hecho por Juan el Bello, que a mí me impresionaba. Decía al principio: “Las cosas tienen alma, cuando nos cansamos de usarlas y las arrojamos al rastro del olvido, guardan nuestros más íntimos secretos, porque son el mejor testigo de toda mi vida”. En el espacio hacían la historia de un objeto cualquiera.

A mí se me ocurrió un día ponerme a hacer mis pininos: los primeros fueron dos libretos para el programa y se los di a Juan el Bello que me corrigió una serie de cosas, por ejemplo, tenía serios problemas de ortografía porque no había terminado mis estudios… y con la misma los dio para que se radiaran. Yo me quedé en una pieza… Con Juan aprendí una serie importante de truquitos. De los diez pesos que le pagaban me daba cinco al principio. Después no me daba nada, pero a mí no me importaba porque me hacía falta práctica. Creo que como se aprende a escribir, es escribiendo.

Este no fue un programa humorístico…

No. Esa fue mi etapa dramática. Después de la huelga del 9 de abril, yo que pertenecía al Movimiento 26 de Julio me tuve que exiliar. Cuando regresé el 2 de enero de 1959, me incorporé y en aquel momento comenzaron las luchas con las administraciones. En ese tiempo empezaron a marcharse una serie de escritores. La programación se quedó coja, y tuvimos que hacer muchas cosas a la vez. Yo escribía novelas, cosas para la televisión; pero todo era dramático, muy alejado del humor.

Lo más curioso vino después: el 1ro. de abril de 1961 empezó un programa estelar que se llamaba La fiesta a las nueve, que contenía el sketch de Tota y Pepe protagonizado por Manolín Álvarez y Maritza Rosales, y lo hacía Antonio Suárez Santos que concebía muy buenas situaciones.

El 17 de abril fue el ataque a Girón, se suspendieron todas las transmisiones y cada cual se fue para su unidad. El programa llevaba 17 días en el aire. Cuando nos incorporamos, Suárez Santos no aparecía y me pidieron hacer el libreto por un día, al otro día tampoco se presentó y al tercero supimos que Santos estaba en Miami.

Entonces me dijeron: “Luberta te graduaste de escritor humorístico”, y por lo menos me pusieron el cartelito. Empecé a luchar con aquello. Había veces que me cerraba, sin saber qué escribir y me angustiaba mucho. Entonces me dije que si lograba hacer un mes el programa, lo seguía. Y así fue hasta el 68. Hubo un tiempo en que lo alternaba con Alegrías de sobremesa, que empezó en el 65.

¿Qué relación guarda Tota y Pepe con Alegrías…?

Aunque eran humorísticos, no se parecían en nada. En Tota y Pepe seguí la línea del otro escritor. Con el tiempo, fui añadiendo algunos personajes que después trasladé a Alegrías… De manera que en el 68, cuando se decide eliminar el programa, parte del equipo de Tota y Pepe se incorpora a Alegrías… donde yo tenía a Aurora Basnuevo, a Marta Jiménez Oropesa, a Bárbaro Peláez y le estábamos buscando las cosquillas a la audiencia.

Pero Alegrías… también fue un programa al que usted se incorporó como escritor...

Sí… ya existía, pero lo hacían seis o siete personas diferentes. Entonces me tropecé en la calle con Antonio Hernández, que era el director de Radio Progreso, y me dijo que tenía un programa que no se oía y en el que estaba gastando mucho dinero. Cuando escuché el espacio, me di cuenta de que eran estilos diferentes y era imposible que gustara con esas diversas propuestas. Me quedé con el programa sólo y entonces diseñé lo que fue Alegrías… después: un edificio, porque para mí era importante que la gente lograra visualizarlo en su casa. Además, esta estructura permitía la entrada y salida de personajes.

En cuanto a los habitantes de ese edificio multifamiliar, ¿cómo los fue perfilando?

Uno los ve en la calle. De varios personajes, de esos que diariamente uno se tropieza fui captando algunas cosas. Después, hay que meterse en la cabeza que el personaje es un ser humano, un pariente o un familiar tuyo, y que tiene unas características específicas que lo harán reaccionar de determinada manera. En este sentido, es necesario mantener una línea de comportamiento para prenderse en la gente.

La psicología del personaje no debe perderse de vista. A veces algunos escribían para Alegrías… pero no lograban captar la manera de pensar de Estelvina, por ejemplo. Yo se los decía y me respondían que ahí estaban las frases que ella usaba. Pero un personaje es más que lo que dice, es cómo reacciona, cómo actúa.

También utilicé muchos personajes que no salían nunca, como el Vola’o, que está haciendo Mario Limonta actualmente. En los libretos siempre se mencionaba pero nunca se personificó, hasta ahora. Así había otros como los trillizos o Carola, la que se comió el gallo… yo trabajé mucho eso de mencionar continuamente personajes que no aparecían. En cierto momento los podía sacar… los tenía de reserva para cuando hicieran falta.

A veces escuchamos sobre personajes inspirados o escritos para un actor específico, ¿cómo funciona para Luberta esta dinámica creativa?

Yo pensaba en el personaje, me hacía mi ficha de lo que iba a ser y después buscaba el actor. Aunque te digo, cualquier actor, subrayo el término, puede hacer cualquier personaje. Un buen actor hace humorismo sin problemas.

¿De qué fuentes se nutrió para concebir el sinfín de situaciones que desfilaron por Alegrías…?

Muchas son fruto de la imaginación o de las cosas que uno ve diariamente. Para Humberto Concepción y Martha Velazco una vez creé una pareja con los nombres Chacho y Teté. La historia era que peleaban mucho porque Tato era un tarambana. Entonces un día me encontré a un hombre que quería conocerme: Chacho, cuya mujer se llamaba Teté, ¡mira qué cosa! Y me dijo: “Luberta, yo quería que mi mujer te conociera, porque ella dice que te doy las cosas que nos suceden para que tú las escribas, y yo no te conozco”. El problema es que yo ponía las cosas cotidianas por las que discute una pareja normal y coincidían con los conflictos que tenían Chacho y Teté en la vida real.

Otras veces me llamaban para contarme cosas que habían sucedido y según fueran interesantes o no las incorporaba a los libretos.

Yo siempre digo que el chiste es como un pellizquito: te deja un rato el colora’o, pero se olvida rápido. Pero si logras construir una situación humorística, las personas la graban. Fíjate si es así que, si por alguna razón teníamos que repetir un libreto, la gente me decía: “oye, ese ya lo pusiste”.

Y frases como la clásica “¡qué gente caballero, pero qué gente!”, ¿se hacen populares a partir de que son utilizadas en Alegrías… o sucede a la inversa?

Bueno, uno incorpora de lo que oye algunas frases que son simpáticas, pero no todas. En este aspecto hay un intercambio con el público constante. Igualmente, muchos dichos populares se han generalizado a partir de Alegrías…, por ejemplo, una novela que se llama Completo Camagüey, era una frase del espacio… una canción del conjunto Caney decía: “Cuida eso, que vale un millón de pesos”, y eso también era de nosotros… Cándido Fabré tiene un número que dice: “Eso pa’ ti es bobería, Sarría”, y ese es un personaje de Alegrías…

El equipo del programa se presentó en todas las provincias de la Isla. ¿Cuán importantes fueron estas giras para Alegrías…?

Eran muy buenas para el espacio y además, la gente en las visitas queda muy agradecida y sucedían cosas nuevas.

Alegrías… también viajó a Angola durante el conflicto bélico…

Allí trabajamos mucho. Fuimos en una misión civil, pero los militares nos acapararon y caminamos toda Angola… trabajamos hasta en un anfiteatro bajo tierra… Uno veía a los soldados, todos jóvenes… fíjate yo le decía a Idalberto Delgado que yo los miraba y en todos veía la cara de mis hijos.

Recuerdo que un día comenzó Rosillo a presentar el programa, y terminó llorando. Le pregunté qué había pasado y me contó que cuando estaba anunciando el espacio, un muchachito le dijo: “¡Coño, si me parece que estoy en Cuba!”.

Fue muy fuerte, todos querían que saludáramos a su familia, íbamos en caravana para todas partes entre tanques y en una guagua chiquitica.

Por otro lado, y desde la experiencia de Alegrías…, ¿culmina la labor del guionista con la entrega del libreto?

En eso soy preciosista, pocas veces el programa queda como tú lo pensaste. Por eso me molesto mucho dirigiendo programas. En Alegrías… asistía siempre al ensayo, para cualquier duda o para aclarar la intención de alguna línea, porque hay actores que son muy buenos y otros que no interpretan.

Pero, en general, trabajé con muy buenos actores: Marta Jiménez Oropesa, Idalberto Delgado, Martha Velasco, Aurora Basnuevo. No quiero dejar de mencionar a nadie porque todos eran estrellas, que sabían lo que tenían que hacer, y nos llevábamos muy bien, éramos como una familia. Y eso le llega al oyente: de alguna manera lo que la audiencia recibe es el reflejo de lo que hay de este lado de la transmisión.

Durante más de cuatro décadas Alegrías de sobremesa se ha mantenido como uno de los programas de mayor audiencia de la radio cubana, seguido por diferentes generaciones. Además de la familiaridad con el oyente, ¿qué otros elementos no debe soslayar un material humorístico para captar al público cubano?

Lo primero es tener un buen guión. ¿Y dónde están los guionistas? Eso se despreocupa. A principios de los 70 hicimos un taller donde Núñez Rodríguez, Edwin Fernández y yo éramos los profesores. De ahí salieron muy buenos escritores, porque aunque no se puede fabricar un guionista, se puede descubrir, se puede ayudar, enseñándole los recursos que tienen la radio o la televisión, según el caso.

Ese curso se quedó en el aire y luego no se le dio seguimiento.

Por otra parte, el programa debe reflejar la vida diaria y tiene que estar muy actualizado. Además, creo que un espacio humorístico es para crear valores, no para destruirlos, por tanto, tienes que ser noble con el público, y familiar: a la audiencia se le tiene que hablar como cuando uno conversa con el vecino de al lado. Y a partir de ahí, crear una situación dentro de los márgenes de lo posible.

Para hacer buen humor, uno no debe meterse con el público, es una cosa de elemental educación el respeto. Y tampoco debes lastimar sensibilidades o prejuicios de la gente. Esto no quiere decir que no se trabaje con el doble sentido, siempre lo he cultivado. Pero es importante desarrollarlo en la mente de las personas. Cuando tú tienes que dejar explícito algo, perdiste.

Siguiendo en la línea del humor… ¿cómo usted observa el desarrollo del movimiento en el país?

Actualmente hay muchos humoristas que en vez de combatir, contribuyen a la indisciplina social. Por nada del mundo, en otro tiempo, alguien hacía chistes a partir de ofender al público o decía groserías en un escenario, cosas que vemos a menudo. Pero lo más lamentable no es que se digan esas cosas, sino que la gente lo tolere, que la audiencia lo disfrute. Existe un público que sigue ese tipo de ofertas, pero no es la generalidad del pueblo.

Otro problema son los programas humorísticos en televisión. Uno de los únicos que se ha mantenido con calidad es Deja que yo te cuente. Cuando algunos comienzan, a veces uno no puede terminar de verlos y con la misma apaga el televisor, porque no tiene sentido verlos.

En Cuba, a través de los años —y te lo dice un hombre que lleva cuarenta y pico de años metido en este ambiente—, los programas humorísticos que han triunfado, son costumbristas. Cuando alguien se va de esa línea, pocas veces sale airoso. Programas como Casos y cosas de casa, o Pototo y Filomeno, funcionaban a partir de esos códigos.

También tenemos excelentes humoristas, este es un país de humoristas. Siempre hablamos de La Habana, pero en toda la Isla hay muy buenos cómicos, porque el humor nunca va a faltar aquí.

Nosotros tenemos el humor como algo cotidiano: el cubano se relajea a sí mismo y para todo tiene un chiste. Fíjate que en los peores momentos de la vida de este país la gente ha estado haciendo chistes: cuando Girón o la Crisis de Octubre, la gente estaba en las trincheras haciendo bromas, riéndose unos con otros.

El cubano es así. Hace un chiste donde quiera y desarma a cualquiera con un chiste. Porque también el chiste es un arma de doble filo, y bien hecho tiene más impacto que lo que puedas escribir en un periódico.

En los primeros años de la Revolución ¿de qué manera sintió usted el cambio dentro de la radio con los dueños todavía al frente de las emisoras?

Mestre me llamaba cuando iba a hacer un discurso, él tenía una serie de trabajadores que invitaba los 24 de diciembre a la barra del Mandarín, y yo estaba entre ellos. Imagínate, ¡enfrentarme a Mestre después de regresar de Venezuela, del exilio! Cuando yo estaba allá, a él se le murió un hermano y le envié un cable sintiendo la novedad. Yo no lo había visto en los primeros días del 59 y me lo encontré por el pasillo, venía cabizbajo y de frente. Cuando me vio, me dijo: “Ah, Luberta, gracias por el telegrama”. Y siguió camino. Eso fue lo único que hablamos después del triunfo de la Revolución, porque él dejó a Abel, otro hermano, al frente… Hasta que se fueron y empezamos a cambiar la programación, radicalmente a veces, porque se metieron también algunos “ladrillos”.

En la CMQ, de siempre, había mucha intriga, pero mucha más organización. La disciplina era muy férrea y por cualquier cosa mal hecha te botaban; no había sindicatos que te respaldaran.

Regresando a su labor como escritor en la radio, ¿qué lo motivó a trabajar toda su vida en este medio a veces menospreciado?

No sé qué decirte. En la televisión intervienen mucha gente. La radio es más familiar, y más en Progreso. Yo tenía mi ambiente y encuentro que aquí la gente se ayuda mucho, se apoya con buenos consejos. Además, aunque yo escribí y trabajé en la televisión, me declaré un escritor para la radio.

Cuando hice cosas para la pantalla, los actores me decían: “Luberta, escribe menos”; adaptado a la radio redundaba en algunas cosas y siempre me pedían cortar diálogos. Dirigí programas como Peñalver 29, de corte costumbrista y escribí para diferentes series, pero nunca me gustó la televisión.

Me refugié en la radio porque me gusta: tienes que hacerlo todo con la voz. La radio es un medio que permite crear imágenes y hay que construirlas a través de la palabra, pero el que la recibe la recrea a su manera, cada cual de forma diferente. Eso es lo lindo que tiene la radio.

Durante los más de 40 años en que escribió Alegrías… el programa salió diariamente de domingo a domingo, de ahí que Enrique Núñez Rodríguez lo llamara “el mártir de la radio”…

Hacer un libreto diario no es fácil. Primero nosotros salíamos de lunes a sábado, pero después de domingo a domingo. Para hacer eso, hacen falta muchos detallitos, ser muy observador y tener mucha imaginación. Esto es como una receta de cocina: son varias cosas que tienen que confluir.

Y es un esfuerzo tremendo. Cuando decidí retirarme, la gente me preguntaba el porqué, si estaba “entero” y ¿hasta cuándo? Siempre decía que a mi entierro no iba a ir nadie porque todas las mañanas estaba trabajando, y a la gente las entierran por las mañanas. Pero yo tenía esa tarea: me levantaba temprano, me daba un baño y después venía para Radio Progreso a las 12 del día con los libretos listos. Cuando me acostaba me ponía a pensar en las situaciones del día siguiente, porque es malísimo levantarse en blanco.

Es un trabajo de abnegación. La gente me decía: “yo te comprendo. Pero, ¡qué va! Eso de levantarse todos los días a escribir Alegrías…” Parece que nada más lo entiendo yo: la soledad del escritor, encerrado el día entero, todos los días durante 43 años.

Y ahora me he puesto vago. Quizá para septiembre haga algo para un policíaco. Pero me he vuelto un holgazán, veo la máquina y me asusta.

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