¿Con qué derecho?

Es curioso: tanta es la barbarie que muchos se han acostumbrado a ella, y les pareciera como si tales acciones constituyeran un condimento esencial  de nuestras vidas. Es decir,  para los timoratos que exhiben su cobardía tal si fuera un tesoro «son cosas de este mundo», o «tiene que ser así para que sea mundo» , o peor ¿qué vamos hacer nosotros?

Resulta inevitable sentir una gran repulsión por los que piensen de tal modo. Mucho más cuando se conocen las vidas maravillosas de tantos y tantos que han sido capaces de ofrendar su propia vida por el bienestar de todos, incluso fuera de nuestras fronteras.

Hace solo unos minutos, al terminar de leer el libro «Ernesto Guevara, más conocido por el Che» he sentido la satisfacción de corroborar, una vez más, que no todo está perdido mientras existan hombres  dignos capaces de los mayores sacrificios como nuestro guerrillero heroico.

De no ser realidades incuestionables pareciera imposible tanto sacrificio en aras de la justicia que tanto falta a nuestra humanidad.

En su tenaz lucha el Che y  sus fieles combatientes debían marchar por cientos de kilómetros, andar descalzos con dolores insoportables por las llagas;  enfermedades, peligros en cada palmo de tierra; hambre y sed; ver morir a un compañero atravesado por las balas enemigas y no poder evitarlo; el sabor amargo de la derrota en algún combate; ser capturado,  torturado y asesinado; prácticamente renunciar a la familia consciente de la posible o casi segura muerte en combate; ausencia total de higiene, un sinfín  de agobiantes sufrimientos y, por supuesto, peligro, peligro y más peligro.

Y mientras esto sucedía, allá por tierras africanas o latinas, otros, desde sus despachos refrigerados en la Casa Blanca, el Pentágono o cualquier otro rincón donde se albergue la maldad, apoyados por la OEA y grandes medios de comunicación, confeccionan planes de aniquilamiento, usurpación, injerencia, ayuda al terrorismo, derrocamiento de gobiernos indisciplinados ante las órdenes del imperio, aumento progresivo de presupuesto para las guerras y la consecuente destrucción no solo de la vida, sino también de la cultura de otros pueblos.

En fin, todo tipo imaginable de fechoría internacional. Ante todo este panorama de destrucción y muerte surge inevitablemente la pregunta: ¿Qué derecho les asiste para plagar de miseria y sufrimiento a este mundo en nombre «de la democracia y los derechos humanos»? ¿Es que no conocen el límite a la crueldad?

La percepción de una posible guerra mundial agobia la humanidad, sin embargo, se mantienen las amenazas.

El único con derecho a la destrucción mediante las armas nucleares es el imperio, mientras que otros que la poseen para fines pacíficos o para la defensa son enemigos que deben ser barridos del planeta.

Es un pensamiento cavernícola pero absolutamente cierto. Así anda el mundo.

Por eso el señor Trump dice que, entre otros argumentos goriloides, que primero es Estados Unidos; es decir los demás países no importan, si deben perecer, que así sea por derecho divino imperial.

Pero debemos continuar en la lucha sin desmayo denunciando tanta maldad, porque por cada Trump o similar, siempre se alza, por ejemplo, el caso de un combatiente que es llamado por el Che para combatir en Bolivia; éste se sorprende, lo abraza y le corren las lágrimas de alegría, sabiendo que hasta la muerte lo puede esperar.  

Así son algunos hombres «dispuestos para guiar sin interés, para padecer por los demás, para consumirse iluminando», al decir de nuestro Martí.

 

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