Día de los Niños: crónica al futuro

Por qué deben morir cuando solo se han asomado a la vida, cuando son semillas preciosas para el porvenir, cuando aún sus pétalos débiles no han coloreado para el deleite de todos…por qué, por qué, una y otra vez…y no hay respuesta, y produce ira, dolor indescriptible, impotencia.

Nada tan horrendo, nada como ver morir a un niño de manera absurda, por hambre, o por enfermedad, o ¡ametrallado por un orate o por un soldado!  O morir en su propia escuela, o en su mezquita. Ningún dolor humano puede ser superior.

Como pólvora recorre el mundo la noticia de una nueva masacre, se produce el espanto y el horror, corren lágrimas. Se cierne en derredor, como un manto muy oscuro que nos abraza, el desaliento y el vacío, la certidumbre de la muerte inaudita. Para unos es “la mala suerte”, y que “todo está escrito”; pero para otros es un reto que hay que enfrentar para que triunfe la vida, y que triunfe allá, o más acá, o en otro lugar. No importa, lo que  importa son los niños, los de la escuela o los de la mezquita. 



Armas, ¡malditas armas! ¡Egoísmo que las produce para la muerte!. ¿Para qué sirven?, pues para causar dolor, sufrimiento, agonía, para que muchos padres dejen de vivir viviendo, para que el mundo horrorizado vea cómo los pétalos de la flor  ensombrecen y mueren, en vez de alegrarnos el alma y ser inspiración de poetas y pintores; armas para  que desaparezca la sonrisa encantadora de un nieto al  besar nuestra frente ya arrugada, para aliviarnos las penas. Pero mucho más, armas contra el bosque tupido que da vida y color, o contra el río que otrora era caudaloso y bravío, y ahora solo un espejo que agoniza.

Ruego, sin oraciones, por el alma de estas criaturas, en un instante felices y al otro yaciendo en la oscuridad para siempre. Y ruego para que sus espectros un día surjan de la tierra, no para tomar venganza, sino para crear un mundo sin armas, donde la armonía y la paz reinen por doquier. 

Armonía y paz, dos amorosas palabras que permitirían disfrutar de la vida y la esperanza, que nos permita dibujar un mundo repleto de niños y niñas felices, amorosos y tiernos, en bellas escuelas allá en la cima de montañas o en los llanos, en las ciudades, y hasta en los bosques y a orilla de los ríos. Es que hay que seguir soñando, ¿por qué?, porque es un imperativo de esta humanidad que sufre y que añora, y que no se resigna a padecer y ver que hasta nuestros pequeñines mueran.

Quiero, en suma, niños felices, que disfruten del brillo de la luna, y del sol, de ver volar una paloma, de amar a una simple flor, a la tierra, al mar, a sus maestros, ¡y a la vida!, la misma que un día  habrá de derrotar a la maldad, la injusticia y la codicia. ¡Para que no mueran más niños por la metralla, para que triunfe la sonrisa y el candor infantil, para que un niño siga entregando una flor a una niña como la prueba más alta de amor.      

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