Y vea el grado de cinismo: debía ser joven, fuerte y negra; es lógico, las dos primeras características para que trabajara bestialmente, y lo de negra para legitimar una supuesta condición inferior, algo así como que «habían nacido para eso».
Un buen día -hace ya muchos años- hablé con una viejecita maravillosa; tenía tantas arrugas como recuerdos vivaces; a pesar de sus muchos años era de hablar seguro, aunque cada palabra las percibí como una llovizna pertinaz de tristeza mezclada con una bondad infinita. Me contó que en cuanto llegó a aquella casona la aceptaron como una de las miles de criaditas de antaño.
«Eran muchísimos de familia, desde el señorón y la señorona, pasando por muchos más, incluyendo un montón de muchachos malcriados, pedantes e insolentes que ya se apreciaban fieles continuadores del culto a la injusticia y la prepotencia característica de aquella burguesía repugnante», me decía.
En medio de aquella conversación, envuelta en un manto de clara melancolía, reconozco que fui un poco tonto al preguntarle cómo la trataban. La respuesta me llegó como un relámpago, pero con una carga de ira que rompió el hilo de su pausado hablar: «como una esclava, hijo; yo era despreciada, me veían como algo inferior, no como un ser humano. No tenía el derecho a enfermarme, pues significaba el despido. Mis 3 pesos mensuales se los enviaba a mi familia del campo, mientras que ellos, los ricachones derrochaban en fiestas, frivolidades y otras cositas que no me atrevo a decirte».
Sentía terror en la posibilidad de convertirse en una de aquellas criadas que algún «caballero» lujurioso, quisiera convertirla en instrumento de placer para después enviarla de vuelta al campo por aquello «del qué dirán», al conocerse que un blanco rico había embarazado a una negrita pobre.
Cuando insistí para continuar hablando, me explicó, con evidente tristeza, que siempre acariciaba la idea de un cambio en su vida, de modo que la suerte le llegara en algún momento. Pero todo fue en vano. Sus ilusiones se trocaron en más desgracia. Un día, cuando menos lo esperaba, la despidieron sin motivo alguno.
Era, me decía, porque en aquella época cada día arreciaba más el hambre, se aproximaban los años 30, y la servidumbre de entonces asumió otra modalidad: comenzaron a trabajar las criaditas por la comida, vestir y calzar y no se les pagaba ni un solo centavo; se alimentaban con los restos de la mesa, y vestían y calzaban con ropas de deshechos y zapatos muy usados.
Pero un buen día, como un sol radiante empeñado en barrer tanta injusticia, desapareció la tristeza del rostro de aquella viejecita amiga y lo cambió por otro de alivio, esperanza y bienestar para ella y su familia. Triunfaba la Revolución, llegó a graduarse de maestra y sus alumnos disfrutaban de ella y de otros sueños bien distintos de los que tuvo aquella desdichada muchacha, empeñada ahora, en sembrar justicia, igualdad y decoro.
¡Que maravilla! Ya no hay criadas. Solo mujeres dignas que enaltecen la sociedad cubana. Esta es una verdad que hoy disfrutamos, pero no debemos olvidar lo que fue y ya no es.