Un moncadista en asalto permanente

Hubo ese día glorioso un fin y un resultado. Pero los minutos del ataque, del suspenso y la discreción en los días previos, del posterior escurrirse a la represión feroz, tienen en cada valiente un testimonio irrepetible.

Como sus compañeros, Ernesto González Campo tiene el suyo; pero el modo de contarlo hace que en su auditorio vayan apareciendo nuevos asaltantes, y haya entonces moncadistas de hoy con 15, 20, menos de 30 años.

A los 86 suyos, Ernesto cautiva a toda la juventud que hace unos días le escuchó la historia personal, esa especie de «antes y después del Moncada», contada en varios sitios de la provincia de Granma.

Los hace reír, llorar, morderse algunas uñas en el hilo del suspenso, pararse en un aplauso, y al final de cada encuentro, hacerlos reconocer que la lucha de ayer sigue hoy, con otras armas y otros fines, y que ellos también son soldados.

¡Qué suerte la de ustedes! ¡Y qué difícil para un casi analfabeto venir a hablarles a ustedes! Na’ pero yo siempre digo que cuando habla el corazón las palabras salen solas».

En las primeras filas hay varias batas blancas, y Ernesto, que los mira a los ojos, admirado, da una primera lección: «Yo también quería ser médico, y cirujano…».

Uno de los estudiantes manipula un móvil prendido sobre sus piernas, y sonríe, disimulando, al sentirse aludido.

«…pero tuve que empezar por coser zapatos», cierra Ernesto la idea, y el celular se apagó solo, porque el muchacho, conmovido, ni lo tocó ni lo volvió a mirar.

«No tuve esa suerte linda de ustedes, de una escuela, de libros gratis. Sin embargo me fui a luchar para que la tuvieran ustedes. Ese es mi privilegio».

Entonces narró su historia como le gusta escucharla a esa pléyade bisoña que tenía enfrente.

El capítulo de la novia, por ejemplo, «que fui a pedir y el padre me rechazó porque los míos eran comunistas. Y a usted qué le importa eso, le dije».

Pasé a la ortodoxia oyendo a Fidel, y porque sus ideas eran más atrevidas y muy distintas a los de los comunistas de entonces; pero cuando una vez le mostré al líder de la Revolución el latifundio de Alemán, aquel descarado ministro de Educación, y lo oí decir que al triunfar la ortodoxia aquello se acabaría y pasaría a manos del pueblo, me dije: Vaya, este es un comunista de verdad».

Unas filas más atrás hay estudiantes de la Universidad de Granma, y de las sedes provinciales del Partido, el Gobierno y la Juventud, y Ernesto se disculpa.

«La verdad es que yo sí fui a la universidad, y a la de La Habana, pero no a estudiar Medicina».

Los segundos en suspenso sugieren en los escuchas alguna ingeniería, otra ciencia… «Fueron unas horas, para aprender a manejar las armas que usaríamos en lo gordo que vendría por delante y que nadie sabía. Saqué buenas notas. Con ese rendimiento me habría graduado de médico al seguro», y el teatro ríe.

Luego los relatos del viaje sin saber el destino, hasta Santiago. «La primera enseñanza de Fidel fue siempre la discreción». Allí el hospedaje por un rato en un hotel, las cornetas de los carnavales. «Imagínate tú, nosotros, tan jóvenes y tan satos».

Y otra vez la carretera a la Granjita Siboney, de los primeros en llegar, y las señales de lo que pasaría, las armas, Melba y Haydée planchando los uniformes, la llegada de Fidel, las calles de madrugada de nuevo hacia la ciudad, los disparos iniciales, la sorpresa frustrada, el repliegue, Santiago y el país despiertos…

A Dailén le brillan los ojos de escuchar, en primera persona, una historia conocida, y entiende mejor por qué, a pesar de no tomar el Moncada, triunfó la idea que prendió en el pueblo como una llama.

A Risel lo estremeció el dolor al chasquido de la cuchara y la bayoneta, cuando el narrador recuerda los ojos de Abel y la intransigencia de su hermana Haydée.

Pide la palabra para preguntar a Ernesto qué fue después en su vida, y el combatiente, como ignorando la gloria, pasa sobre su currículo de Girón y el Escambray, para decir que está vivo de milagro, que sobrevivió a una vesícula reventada, que le decían muerto vivo y que a sus 86, «la misma edad del General Raúl», solo le duele, a veces, una rodilla.

Lo que hiciste no importa tanto si tienes todavía por hacer. Yo tengo fuerza mientras tenga aliento, pero ustedes tienen todas las fuerzas del mundo, porque son los dueños del presente y del futuro.

Sigan esta lucha, siempre», se despidió, como quien llama a un asalto permanente. 

 

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