Pudo hacer una nota de agradecimiento, escueta, al uso de muchos famosos. Pudo escudarse en el tiempo. Pudo no contestar jamás… pero Rosita Fornés era de otra estirpe.
Me había recibido en su casa, en la Avenida que conducía al Zoológico de 26, cerca de los “venaditos” de Rita Longa. La entrevista, hecha en momentos en que yo vendía maní para sobrevivir, la acogió el suplemento Ámbito de Holguín. Y, atrevidamente, le había enviado el diálogo de vuelta a la vedette con el nombre He sabido tener clase.
La grandeza siempre se aparece en la mayor sencillez. Aquella dama tomó la pluma, agradeció, apuntó. Dobló el papel de seda en un sobre, estampó un modesto sello de 15 centavos y lo hizo llegar hasta estas lomas. “Me gustó el ritmo que le ha dado a nuestro diálogo (…) Sobre todo se ve que lo hizo con mucho cariño”, escribió.
Lo leí sin moverme de la puerta. Volví a leerlo entrando en mi cuarto. Vuelvo a él ahora mismo, que Rosita, que Rosalía, que la Fornés cumple cien años.
Recordé nuestra conversación. Desfilaron nombres, teatros, anécdotas. Sus ojos adelantaron lo que su voz me dijo al final: “(…) lo que quisiera es que no me recordaran por una imagen estereotipada, por banalidades, o por la palabra vedette; sino como una artista que lo dio todo…
“(….) yo nunca subestimé a nadie, le di a todo lo que hice la importancia que tiene. Eso sí, nunca sucumbí a modas o a vulgaridades (…) Nunca quise comerciar con mi arte, y actué sobre todo por el placer de hacerlo. Yo nunca me tarifé”.
Cuando murió, aquella entrevista, volvió a las páginas del Juventud Rebelde con una coda que ahora reitero: “Rosita Fornés somos nosotros mismos. Ella es la rosa náutica que nos protege del tiempo. Ella es nuestro contacto con otra dimensión, la última hebra”.
Hay que dar gracias cuando la vida te pone delante a una artista de su clase, a un ser humano entero, a una dama que colmada de aplausos y halagos, toma un papel para agradecer de su puño y letra ―como cualquier mortal―, a un desconocido periodista que ha llegado a su puerta.