Hay tanto de simbólico en aquel amanecer memorable en el que un desembarco azaroso se convirtió en una epopeya de arrojo juvenil, que la historia nos convoca, cada año, a rememorar la fecha del 2 de diciembre de 1956 como uno de los referentes ineludibles en los que se sustenta la épica resistencia del pueblo cubano. Cómo no estremecerse entonces al repasar el tortuoso camino –entre mangles, ciénaga y tramos espesos de raíces y troncos partidos– que tuvieron que recorrer durante dos horas los 82 expedicionarios del yate Granma, antes de pisar tierra firme con llagas en los pies, heridas en el cuerpo y la amenaza de la aviación enemiga sobre sus cabezas. Cómo no asombrarse ante la voluntad descomunal de aquellos bisoños revolucionarios que, liderados por Fidel, venían decididos a «ser libres o mártires», porque la Patria ultrajada aguardaba, anhelante, otro grito de guerra que volviera a prender la llama libertaria de Céspedes, Maceo, Gómez, Martí y Mella. Cómo no reverenciar a los héroes de aquella gesta, quienes solo tres días después del desembarco tuvieron su bautismo de fuego en Alegría de Pío, con un saldo doloroso de tres combatientes caídos, la fractura de la columna, y la dispersión de los revolucionarios, algunos de los cuales fueron víctimas de la cacería humana desatada por el ejército batistiano. Pero ese revés no quebraría el espíritu de lucha de aquel grupo de incipientes rebeldes, en cuya palabra empeñada estaba la promesa de un futuro posible de independencia y soberanía para Cuba. Cinco Palmas lo reafirmaría luego en aquel reencuentro entrañable entre Fidel y Raúl, marcado por la convicción plena en la victoria, aunque en ese momento solo contaran con ocho hombres y siete fusiles. El líder lo vaticinaría eufórico: ¡Ahora sí ganamos la guerra! Así se comenzó a pintar de verde …