A Alicia Alonso, In aeternum…

Conservo el calor de su mano en el frío invierno en el norte de Italia, a donde fui desde Roma por su generosa invitación para asistir a la función que tendría lugar en el Lido de Camayore. Como podía yo corresponder a su afecto sólo con las artes de mi oficio, fui el cicerone de la Compañía en la Catedral de Pisa, ante la torre inclinada, y en el panteón de San Raineiro.

Años después, gozamos de su interpretación de La Diva en aquellas mismas latitudes, pero desde el palco del teatro Malibrán en Venecia, en ocasión de visitar aquella indescriptible ciudad junto a un grupo de artistas e intelectuales cubanos, para luego admirarla nuevamente en La Fenice, uno de los más bellos coliseos del mundo, no lejos del Gran Canal. Siguiendo este hilo de Ariadna coincidiríamos años después en Quito, en Madrid y en otras capitales.

Su dilección me permitió ser testigo de alguno de sus diálogos con Dulce María Loynaz, observar de cerca el rigor de sus apreciaciones, su amor por la belleza de las formas y la intensa vida interior que modeló en su naturaleza femenina el misterio de la danza en la que ha sido reconocida como prima ballerina absoluta.

Dama fuerte que ha recibido con serenidad el aplauso estremecedor de sus admiradores que han hecho de su vida un culto, admirable aún más cuando el infortunio veló sus ojos. Entonces, a tientas, con férrea voluntad se mantuvo en los tabloncillos, segura de sí misma, pues ya había edificado su obra mayor: una escuela, una tradición, un estilo que asumió el legado clásico y las concepciones estéticas de nuestro tiempo.

Amada Alicia, lábaro de cubanía que ha hecho suyo el sabio proverbio florentino, inscripto no sé dónde, tantas veces recordado: “El arte no tiene patria, pero los artistas sí”.

Nota. Texto que dedicó a la Prima Ballerina Assoluta Alicia Alonso, en su libro “Poesía y palabra” (Volumen I) el Historiador de la Ciudad de La Habana, Eusebio Leal Spengler.

 

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