Un hombre para pensarlo

El valor exclusivo de tales búsquedas es el de la compañía. Pero cuando, a pocos días del enero triunfante en Cuba, el Che recibió una carta cuyo remitente suponía que ambos podían estar emparentados por la coincidencia de apellidos, el guerrillero que venía de librar a Santa Clara respondió: «no creo que seamos parientes muy cercanos, pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es más importante».

El hombre para quien las coincidencias ideológicas debían ser el valor más importante en los vínculos humanos, para quien ser compañeros entre revolucionarios sobrepasaba al parentesco o la amistad, al marcharse de Cuba no dejó nada material a sus hijos.

El Che sabía que cualquier individuo se siente más pleno cuando más riqueza interior lo ilumina y cuando más responsabilidad asume en el bien común.

Él era de aquellos en cuyo destino veía Martí cómo va un pueblo entero, va la dignidad humana.

Es por eso que no muere, que no puede morir, porque cada día es más útil y necesario frente al egoísmo y la banalidad con que el consumismo deslumbra a débiles y vacilantes, envolviendo sus cerebros en la venenosa trampa de la soledad y en la telaraña del individualismo.

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