El escabroso camino del coraje

Desde hace 66 años, el 30 de noviembre de 1956 es sinónimo, con merecida justicia, de rebeldía, coraje, de honor en el cumplimiento del compromiso contraído, aun a riesgo de la vida, de apoyo popular a la lucha revolucionaria, de sangre joven y fértil ofrendada a la Patria en pos de un ideal. Pero rara vez se le analiza desde otra dimensión prácticamente desconocida: su significado en relación con el complejo entramado de fuerzas políticas de oposición a la dictadura de Fulgencio Batista. Lejos de constituir una acción unilateral y en solitario del Movimiento 26 de Julio, en esa fecha debió haber ocurrido, según lo planeado, un levantamiento concertado de varios sectores insurreccionales, con el propósito común de derrocar a la dictadura. Desde julio de 1956, cuando en un giro táctico incomprendido por algunos, Fidel modificó la antigua línea de independencia política, de origen chibasista, y convino en llegar a pactos con otras fuerzas, el Movimiento participó en varias gestiones que buscaban tejer la alianza más amplia posible. Partía de la convicción de que ningún grupo podía en ese momento, por sí solo, producir la caída del régimen, y de que la única manera de alcanzar ese objetivo era uniendo, «sin excepciones ni exclusivismos de ninguna índole», todos los hombres, todas las armas, todos los recursos, de las organizaciones dispuestas a la lucha. Solo así podría obtenerse «un triunfo seguro y fulminante». «¡Después, ya veremos!», sería la respuesta de Fidel ante las preocupaciones por las amenazas que, para el futuro proyecto revolucionario podían implicar los compromisos con algunos de esos sectores, como los seguidores del depuesto presidente Carlos Prío, que pretendían únicamente un retorno al 9 de marzo de 1952. Lo primero era salir de la dictadura, y resultaba indispensable la coordinación de los esfuerzos de toda la oposición insurreccional …

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